jueves, 12 de marzo de 2015

El espejo del perro

Loneliness. 2004. Óleo, acrílico y hoja de or / MDF. 120 x 125 cm.

Los límites terminan donde comienza el dolor, el desgarro, y la pintura de Mijangos es demasiado inquietante para atrapar su esencia en una única palabra, aunque esta palabra sea dolor y padecerlo constituya uno de los mayores terrores, sino el mayor, del hombre. Aceptamos la muerte, pero no aceptamos el dolor. Podemos aceptar, asumir, una enfermedad devastadora, pero siempre suplicamos en secreto que ésta huésped silenciosa que se roba a diario trozos de nuestro cuerpo, y de nuestra vida, ésta depredadora críptica, lo haga de manera indolora, preferiblemente cuando dormimos, o de forma brusca, con una breve y sorprendente sacudida. Preferimos el exterminio al dolor. Pero el dolor es inevitable, como el amor, como el parto, sea de una criatura o de una obra. En ocasiones, sufrimiento y creación artística van de la mano. Sólo los necios huyen del dolor. Sólo los cortos de espíritu sueñan con alcanzar la felicidad, o la dicha, o la tranquilidad, sin haber apurado antes una generosa ración de angustia. Pero no hablamos de un necio, hablamos de un artista inquietante que da el espaldarazo a la comercialización y fluye en soledad con sus imágenes, aunque esta soledad no significa abandono, ni olvido. Poco a poco, a pincelazos, Mijangos se impone en el panorama cultural de su país y su nombre es pronunciado con respeto en algunos sectores artísticos, con respeto y en voz baja. El nombre de Darío Mijangos turba y abre el filón a la imaginación, y este nombre aparece al pie de unos lienzos que rinden un merecido homenaje a algunos grandes de la pintura mexicana; Frida Kahlo, Manuel Lozano, Diego Rivera. No es fácil homenajear al color desde el color, porque México es colorido, contraste. Acercarse a la obra de Darío Mijangos significa entrar en una casa de espejos que reproduce al infinito figuras calvas, ángeles desdibujados, perros aztecas que alguna vez fueron comidos y que en la antigua tradición acompañaban a los muertos en su viaje definitivo, madonas con aire cinematográfico, flores, pisos cuadriculados, corazones traspasados… es también acercarse a los fondos brumosos, a la desnudez masculina, si es que estas figuras lo son, pues Darío absorbe visceralmente el concepto de que el alma no es ni hombre ni mujer, y va más allá, sólo cuando abandonemos los prejuicios de una formación judeo-cristiana, y creo que en esto radica uno de los grandes aciertos de su obra plástica, alcanzaremos la tranquilidad; el cuerpo es hermosos, incluso vulnerado, y merece ser expuesto a las tentaciones, el cuerpo mismo es tentación y lo tentador espanta. Los poderosos temen a la desnudez como temen a la risa. El cuerpo desnudo es peligroso, es frágil, susceptible de ser traspasado con una flecha o una palabra. Darío entroniza la fragilidad imponiéndola sobre siglos de machismo latinoamericano, sobre centurias de prejuicios. La iconografía cristiana, presente a lo largo y ancho de la obra del pintor, enfatiza el concepto represivo, y crítico de su obra, aportando un referente claro y clave para establecer la comunicación inmediata con las criaturas que pueblan soledades y neblinas. Mijangos no intenta desdecir el símbolo, lo presenta tal y como lo conocemos, la aureola es aureola y el sufriente corazón, ¡ah, ese corazón en el nombre del cual se han cometido tantas atrocidades, o tantos actos heroicos, y a la vuelta de los años la historia demuestra que el heroísmo puede constituir un lastre fatal!, es corazón recordado y reverenciado, sólo que esta vez no lo fija en la imaginería tradicional; el corazón no duele ni en Jesús ni en María, aquí apuntamos un matiz, ¿acaso todos los seres humanos, todos los hombres y mujeres de la tierra, no somos en algún momento Jesús y María?, duele en cualquier parte, algunas veces tatuado en el cuerpo de unos mestizos que exhiben su desnudez con impudicia demoníaca. Hay algo de lo griego en este concepto, algo de esas primeras imágenes arcaicas que retaban con su desnudez a la imaginación más solvente. Alguien hablaba de evocación del martirologio cristiano. Me atrevería a afirmar que Darío Mijangos no sólo evoca la agonía y resignación de los cristianos, sería demasiado fácil, demasiado cómodo para un artista tan inquieto, evoca el martirio a lo largo de toda la historia, evoca también la resignación. Su pintura es dolorosa y atemporal, de ahí que se amalgamen los referentes tanto paganos como cristianos, ¿qué son sino esos perros pelones de mirada triste, no son acaso los Xoloitzcuintles que los aztecas consideraban un exquisito manjar y que acompañaban a los difuntos en el viaje al más allá? Hay algo de clasicismo desenterrado en la pintura de Mijangos, de necesidad de retorno a un mundo en el que el hombre era el centro de universo a pesar de los dioses. Eros y Thanatos juegan el juego de las apariencias quedando en tablas. La vida y la muerte se dan la mano, también la santidad y lo demónico, la luz y la sombra, el sueño y la pesadilla, los viejos dioses sanguinarios y los blancos santos cristianos teñidos de sangre.

Ya se impone ver. Podemos llenar cuartillas de reflexiones, apuntes, citas y frases más o menos acertadas, pero serán sólo eso, frases. La pintura habla desde su silencio. No es necesario convencer al espectador con un puñado de palabras inútiles. La forma y el color harán lo suyo por encima del raciocinio. Para eso existen los pintores; ellos, como los músicos, suelen demostrarnos el fracaso de las palabras para atrapar las pulsaciones secretas de la sangre y los inminentes reclamos de la carne que anhela ser poseída, y, ¿por qué no?, martirizada.

Raúl Alfonso.
“El espejo del perro" Revista de arte y literatura No. 8.

Madrid, España.

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