Loneliness. 2004. Óleo, acrílico y hoja de or / MDF. 120 x 125 cm.
Los límites terminan donde comienza el dolor, el
desgarro, y la pintura de Mijangos es demasiado inquietante para atrapar su
esencia en una única palabra, aunque esta palabra sea dolor y padecerlo
constituya uno de los mayores terrores, sino el mayor, del hombre. Aceptamos la
muerte, pero no aceptamos el dolor. Podemos aceptar, asumir, una enfermedad
devastadora, pero siempre suplicamos en secreto que ésta huésped silenciosa que
se roba a diario trozos de nuestro cuerpo, y de nuestra vida, ésta depredadora críptica,
lo haga de manera indolora, preferiblemente cuando dormimos, o de forma brusca,
con una breve y sorprendente sacudida. Preferimos el exterminio al dolor. Pero
el dolor es inevitable, como el amor, como el parto, sea de una criatura o de
una obra. En ocasiones, sufrimiento y creación artística van de la mano. Sólo
los necios huyen del dolor. Sólo los cortos de espíritu sueñan con alcanzar la
felicidad, o la dicha, o la tranquilidad, sin haber apurado antes una generosa
ración de angustia. Pero no hablamos de un necio, hablamos de un artista
inquietante que da el espaldarazo a la comercialización y fluye en soledad con
sus imágenes, aunque esta soledad no significa abandono, ni olvido. Poco a
poco, a pincelazos, Mijangos se impone en el panorama cultural de su país y su
nombre es pronunciado con respeto en algunos sectores artísticos, con respeto y
en voz baja. El nombre de Darío Mijangos turba y abre el filón a la
imaginación, y este nombre aparece al pie de unos lienzos que rinden un
merecido homenaje a algunos grandes de la pintura mexicana; Frida Kahlo, Manuel
Lozano, Diego Rivera. No es fácil homenajear al color desde el color, porque
México es colorido, contraste. Acercarse a la obra de Darío Mijangos significa
entrar en una casa de espejos que reproduce al infinito figuras calvas, ángeles
desdibujados, perros aztecas que alguna vez fueron comidos y que en la antigua
tradición acompañaban a los muertos en su viaje definitivo, madonas con aire
cinematográfico, flores, pisos cuadriculados, corazones traspasados… es también
acercarse a los fondos brumosos, a la desnudez masculina, si es que estas
figuras lo son, pues Darío absorbe visceralmente el concepto de que el alma no
es ni hombre ni mujer, y va más allá, sólo cuando abandonemos los prejuicios de
una formación judeo-cristiana, y creo que en esto radica uno de los grandes
aciertos de su obra plástica, alcanzaremos la tranquilidad; el cuerpo es
hermosos, incluso vulnerado, y merece ser expuesto a las tentaciones, el cuerpo
mismo es tentación y lo tentador espanta. Los poderosos temen a la desnudez
como temen a la risa. El cuerpo desnudo es peligroso, es frágil, susceptible de
ser traspasado con una flecha o una palabra. Darío entroniza la fragilidad
imponiéndola sobre siglos de machismo latinoamericano, sobre centurias de
prejuicios. La iconografía cristiana, presente a lo largo y ancho de la obra
del pintor, enfatiza el concepto represivo, y crítico de su obra, aportando un
referente claro y clave para establecer la comunicación inmediata con las criaturas
que pueblan soledades y neblinas. Mijangos no intenta desdecir el símbolo, lo
presenta tal y como lo conocemos, la aureola es aureola y el sufriente corazón,
¡ah, ese corazón en el nombre del cual se han cometido tantas atrocidades, o
tantos actos heroicos, y a la vuelta de los años la historia demuestra que el
heroísmo puede constituir un lastre fatal!, es corazón recordado y
reverenciado, sólo que esta vez no lo fija en la imaginería tradicional; el
corazón no duele ni en Jesús ni en María, aquí apuntamos un matiz, ¿acaso todos
los seres humanos, todos los hombres y mujeres de la tierra, no somos en algún
momento Jesús y María?, duele en cualquier parte, algunas veces tatuado en el
cuerpo de unos mestizos que exhiben su desnudez con impudicia demoníaca. Hay
algo de lo griego en este concepto, algo de esas primeras imágenes arcaicas que
retaban con su desnudez a la imaginación más solvente. Alguien hablaba de
evocación del martirologio cristiano. Me atrevería a afirmar que Darío Mijangos
no sólo evoca la agonía y resignación de los cristianos, sería demasiado fácil,
demasiado cómodo para un artista tan inquieto, evoca el martirio a lo largo de
toda la historia, evoca también la resignación. Su pintura es dolorosa y
atemporal, de ahí que se amalgamen los referentes tanto paganos como
cristianos, ¿qué son sino esos perros pelones de mirada triste, no son acaso
los Xoloitzcuintles que los aztecas consideraban un exquisito manjar y que
acompañaban a los difuntos en el viaje al más allá? Hay algo de clasicismo
desenterrado en la pintura de Mijangos, de necesidad de retorno a un mundo en
el que el hombre era el centro de universo a pesar de los dioses. Eros y
Thanatos juegan el juego de las apariencias quedando en tablas. La vida y la
muerte se dan la mano, también la santidad y lo demónico, la luz y la sombra,
el sueño y la pesadilla, los viejos dioses sanguinarios y los blancos santos
cristianos teñidos de sangre.
Ya se impone ver. Podemos llenar cuartillas de
reflexiones, apuntes, citas y frases más o menos acertadas, pero serán sólo
eso, frases. La pintura habla desde su silencio. No es necesario convencer al
espectador con un puñado de palabras inútiles. La forma y el color harán lo
suyo por encima del raciocinio. Para eso existen los pintores; ellos, como los
músicos, suelen demostrarnos el fracaso de las palabras para atrapar las
pulsaciones secretas de la sangre y los inminentes reclamos de la carne que
anhela ser poseída, y, ¿por qué no?, martirizada.
Raúl Alfonso.
“El espejo del
perro" Revista de arte y literatura No. 8.
Madrid,
España.
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