jueves, 12 de marzo de 2015

Transformando la desesperación en color


Mucho de drama y de juego se nota en la pintura de Darío Mijangos (Ciudad de México, 1965), dado que sus estudios profesionales fueron de Literatura Dramática y Teatro y no de Artes Plásticas. Sin embargo, el ser autodidacta no lo limita en lo absoluto ni en su técnica ni en su apertura al momento de inventarse espacios personales propios para él y sus personajes, que se desenvuelven en todas sus obras entre el dolor y el humor, gracias a su capacidad para transformar la desesperación en algo vital e irresistible, capaz de obligarnos a mantenernos en equilibrio y hacer de la experiencia algo envidiable y, a la vez, no apto para los débiles.
Ya sea en autorretratos en los que se recuerda a sí mismo en el sufrimiento por la enfermedad, la nostalgia y la pérdida de amigos insustituibles, al mostrar a sus amados perros xoloitzcuintles como testigos y ángeles guardianes de absoluta lealtad, o al retratar a conocidos, amigos y  amantes interpretando sus miedos y esperanzas, Mijangos proyecta una espiritualidad que goza sensorialmente hasta en las peores horas. Ni los hospitales ni los infiernos son suficientes para ahogar el ensueño en el que se desenvuelven sus personajes, en los que se pinta a sí mismo en el estilo característico de Julio Galán o de Frida Kahlo, pero con un sentido personal en el que se diluye tales influencias para conformar una visión personalísima, y a la vez honestamente propia y mexicana en su colorido y en su contradicción: su paleta es violenta y a la vez amigable al ojo del espectador, sus trazos, deliberadamente toscos y a la vez colocados con precisión sobre el lienzo, y sus personajes, tremendamente reveladores –sus retratos incluidos– al contener en sus formas una vida interior que trasciende cualquier etiqueta que se le ponga, aunque podrían incluirse, si hiciera falta, en temas que resultan a juicio de muchos incómodos o excluyentes.
La pintura de Darío Mijangos, en resumen, es como los perros xoloitzcuintles que lo acompañan siempre dentro y fuera de sus lienzos: territorial, temperamental e inusual. Y con estas características no sólo se define ella, sino que adquiere un adjetivo muy manoseado, pero que siempre se queda como simple gentilicio cuando debe expresar su mayor identidad: mexicana. Honestamente brutal, y a la vez siempre deseosa de vivir en el ojo del espectador aunque haya quien pretenda poner de por medio el párpado, la descalificación o el rechazo. Una obra que estalla y quema, pero dejando siempre un rastro de alegría ganada a pulso,  

José Candás.
Agosto, 2013

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