Mucho de drama y de juego se nota en la pintura
de Darío Mijangos (Ciudad de México, 1965), dado que sus estudios profesionales
fueron de Literatura Dramática y Teatro y no de Artes Plásticas. Sin embargo,
el ser autodidacta no lo limita en lo absoluto ni en su técnica ni en su
apertura al momento de inventarse espacios personales propios para él y sus
personajes, que se desenvuelven en todas sus obras entre el dolor y el humor, gracias
a su capacidad para transformar la desesperación en algo vital e irresistible,
capaz de obligarnos a mantenernos en equilibrio y hacer de la experiencia algo
envidiable y, a la vez, no apto para los débiles.
Ya sea en autorretratos en los que se recuerda
a sí mismo en el sufrimiento por la enfermedad, la nostalgia y la pérdida de
amigos insustituibles, al mostrar a sus amados perros xoloitzcuintles como testigos
y ángeles guardianes de absoluta lealtad, o al retratar a conocidos, amigos y amantes interpretando sus miedos y esperanzas,
Mijangos proyecta una espiritualidad que goza sensorialmente hasta en las
peores horas. Ni los hospitales ni los infiernos son suficientes para ahogar el
ensueño en el que se desenvuelven sus personajes, en los que se pinta a sí
mismo en el estilo característico de Julio Galán o de Frida Kahlo, pero con un
sentido personal en el que se diluye tales influencias para conformar una
visión personalísima, y a la vez honestamente propia y mexicana en su colorido
y en su contradicción: su paleta es violenta y a la vez amigable al ojo del
espectador, sus trazos, deliberadamente toscos y a la vez colocados con
precisión sobre el lienzo, y sus personajes, tremendamente reveladores –sus
retratos incluidos– al contener en sus formas una vida interior que trasciende
cualquier etiqueta que se le ponga, aunque podrían incluirse, si hiciera falta,
en temas que resultan a juicio de muchos incómodos o excluyentes.
La pintura de Darío Mijangos, en resumen, es
como los perros xoloitzcuintles que lo acompañan siempre dentro y fuera de sus
lienzos: territorial, temperamental e inusual. Y con estas características no
sólo se define ella, sino que adquiere un adjetivo muy manoseado, pero que
siempre se queda como simple gentilicio cuando debe expresar su mayor identidad:
mexicana. Honestamente brutal, y a la vez siempre deseosa de vivir en el ojo
del espectador aunque haya quien pretenda poner de por medio el párpado, la
descalificación o el rechazo. Una obra que estalla y quema, pero dejando
siempre un rastro de alegría ganada a pulso,
José Candás.
Agosto,
2013
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